Hacía un frío que pelaba en aquel enorme edificio de la calle la Merced que se había acondicionado a marchas forzadas como Escuela Industrial.
Durante la guerra había sido utilizado parcialmente como hospital de sangre, como se decía entonces. Tras haber permanecido cerrado durante unos años, se habían librado fondos para terminar la obra a toda prisa, y se encontraba como corresponde a un edificio recien reinaugurado, a falta de alguna obra menor, con yesos húmedos y pisos por acondicionar.
El vector resultante de las corrientes de las ventanas mal ajustada, más que leve aura era pasar una soberana ventolera. Por algunos pasillos costaba avanzar contracorriente. El señor Nicolás, conserje engalonado del lugar, decía que aquel perpetuo vendaval le recordaba el Cabo de Hornos. Al mes de haber comenzado el curso, todos sabían que tal frase, a fuer de repetirla, no era sino por sacar a colación su añoranza marinera, en la Mercante, como él decía. Aunque siempre continuaba su discurso diciendo que luego terminó en la Armada, “por aquella que se había armado”, como añadía luego en voz baja, en plan confidencial.
Los alumnos, mocetes, y mozos hechos y derechos, subían y bajaban escaleras, bromeaban sin levantar la voz, con la alegría propia de la juventud, y la madurez que imprimen los tiempos difíciles y esperanzados. Entre ellos se respiraba el optimismo ante un futuro ilusionante, por la oportunidad que suponía haber podido ingresar en la Escuela, recientemente trasladada desde el viejo Colegio de Santa Cruz.
Profesores y alumnos afrontaban el frío de distinta manera. Los jóvenes se encogían, saltaban, fintaban como boxeando o jugaban a golpearse las manos, tras poner el perdedor las palmas sobre las del oponente, el cual, intentaba sacudirle antes de que las retirara. Era un deporte harto primitivo y algo duro, pero eficaz para entrar en calor, pues siempre se terminaba con las manos tan calientes como doloridas.
Todos miraban esperanzados los espléndidos radiadores, aún sin conectar, mientras las señoras Remi, Orosia y Rosi, trajinaban por los pasillos limpiando con mucho afán y poco éxito en la empresa, puesto que los remates que faltaban eran tantos, que cuando no había que recoger yeso de un lugar, ya había arena esparcida en otro, amén de las marcas de pisadas embarradas los días lluviosos.
Aquel día de noviembre, la normal anormalidad de la situación, se turbó por los pasillos. A la hora del recreo mañanero, Abilio, el cantinero, hombre habitualmente tranquilo, de carácter casi asténico, poco amigo de halaracas, aunque amable y servicial, apareció por los pasillos dando voces, completamente descompuesto.
—¡Lo va a saber el director! ¡No es la primera vez! ¡Estoy harto…, si alguien se tiene que ir a casa, que se vaya! ¿Que qué pasa? ¡Ladrones…, hay ladrones! ¡Me han robado en la despensa! —gritaba el hombre fuera de sí.
—¡No se ponga así! ¡Le va adar algo! —Era Orosia quien intentaba calmarlo con su voz de vicetiple, desgranando saludables consejas de avezada madre. La competencia de griterío parecía exacerbar más al cantinero, lo que le llevaba a desgañitarse atrayendo la atención de todos, que se iban colocando detrás de él, camino hacia la Dirección, en ruidosa procesión.
Antes de que llegara la comitiva a su destino, se abrió la puerta y apareció la secretaria del director que había sido requerida para enterarse del asunto. Tras escuchar las razones del afectado y la aprobación tácita del numeroso séquito, se volvió, cerró la puerta para volverla a abrir al momento:
—Pase usted Abilio. –Dijo la secretaria con tono afable.
El jefe de estudios ya había aparecido, y a poco, la concentración de apoyo se había disuelto y cada cual estaba en su sitio, no sin comentar unos y otros aquel insólito suceso. Y lo era, evidentemente, porque en aquellos años eso de robar estaba mal visto, no como ahora, que presumen de hacerlo desde banqueros a políticos y asimilados, o funcionarios de toda laya y condición, dándose la circunstancia de jactarse por salir ilesos del trance, además de reírse del prójimo, por no tener oportunidad o salero para llevarse lo común. No en vano, ya quedó asentado aquel aforismo económico de que ”el dinero de la Administración no es de nadie”, acuñado por una ministra.
La doctoral voz del director marcó la vía: La resolución del problema quedaba en manos del jefe de estudios, que no en vano había sido mando de la Policía Armada, y para el que aquello sería pan comido, aunque lo comido habían sido las viandas del cantinero. De todos modos la cosa no tenía mal cariz, puesto que el dinero del cajón, no había desaparecido. La desaparición quedaba circunscrita a sardinillas, escabeche, chorizo y salchichón. Esta vez el robo era mayor que en otras ocaciones, aseguraba Abilio —“hay que hablar con propiedad: hurto, Abilio, hurto, no robo”—, había dicho el jefe de estudios, más versado, para quitar hierro al asunto, pues de momento consideraba el tema como pecadillo de estómago ocioso.
—Pues eso, hurto, lo que sea…Y llueve sobre mojado, don Paco, que ya es cuarta vez. Lo que pasa es que hasta hoy lo había disculpado, porque mal asunto es pasar hambre, pero al paso que vamos, la van a hacer pasar a mis hijos.
Pasaron los días y las semanas. Se extremó la vigilancia, y el cuidado de bienes y enseres. Nada. Seguía desapareciendo comida exclusivamente, sin que nadie pudiera imaginar cómo los ladrones podían sortear todos los obstáculos que les pusieron, por lo que don Paco, el jefe de estudios, viendo que su investigación no prosperaba, empezó a ponerse nervioso, más aún, cuando, primero las señoras de la limpieza, y luego la esposa del conserje, empezaron a propagar la especie de que todo era cosa del fantasma.
Paco se enteró de que los vecinos de los edificios colindadantes hablaban años atrás de fantasmas. Todo empezó cuando quedó cerrado el hospital, al acabar la guerra. Decían que se veían luces errantes por las noche, a través de las ventanas de aquel caserón vacío.
“Son las almas en pena de los fallecidos en el lugar…, o de los difuntos propietarios de las lápidas, pues todo el mármol blanco de las escaleras está sacado de lápidas de un cementerio, y si diéramos la vuelta a los peldaños podríamos leer aún los nombres de los fallecidos”, —había dicho Orosia.
Orosia, era la más veterana, pues ya prestaba sus servicios en el hospital antes de cerrar. Sus compañeras la tenían como oráculo, especialmente aquel atardecer solitario del día de ánimas, oscuro y triste, en un descanso, mientras la fría lluvia golpeaba los cristales de la estrecha ventana que daba al patio, y el viento hululaba como órgano de fuelle maltrecho.
Las compañeras se acercaron más aún a Orosia, como para darse calor, o repartir el miedo.
—Celes, la del conserje, dice que desde que vinieron a vivir aquí, no ha dejado de oír ruidos extraños durante la noche, y que no son del agua de la calefacción, como dice su marido, pues esos ruidos ya se oían antes de llenar la caldera. —Remataba Remigia, para completar el trío de escalofríos que les estremecieron sincrónicamente.
Fuera como fuere, el nerviosismo se había hecho tan patente, como la falta de solución a la desaparición repetida de alimentos, que amenazaba a la quiebra del cantinero; este, en principio, había sido auxiliado por ciertos fondos del centro, pero, al alargarse el problema, tales fondos dejaron de librarse, y la amenaza del cierre era evidente. La situación llevó a don Paco a algo que hería su pundonor policial: Se decidó a pedir auxilio extraoficialmente, claro, al inspector Cuervo, al que ya se lo había comentado en uno de sus periódicos encuentros. No en vano su antigua amistad se refrendaba todos los sábados en el Molinero, disfrutando de un pausado vermut.
El nivel de delincuencia en nuestra ciudad era más bien escaso y de poca cuantía, por lo que no fue de extrañar que Cuervo se presentara en el centro al día siguiente de la petición de auxilio, para reconocer el terreno y estudiar el ambiente donde acontecían los hechos.
Tras subir jadeando la empinadísima escalera exterior, se paró a recuperar el aliento, miró el nivel de la calle ponderando el esfuerzo. El corazón galopaba semidesbocado, nunca le gustaron las escaleras, ni de niño tan siquiera, y mira que de niño casi corría como todos, aunque siempre le gustaba jugar de portero. Pensando estas cosas, abrió la puerta metálica y penetró en el edificio, tosió dos veces y se dirigió hacia la izquierda.
Al pasar por delante de la conserjería con su característico aire aviar y andares de pingüino, un conserje engalonado, embutido en un impoluto traje azul, comenzó a inquirir el motivo de su presencia y, antes de que terminara la frase, Cuervo, mirándolo con aquellos ojos de pesados párpados y bolsas a juego, se limitó a meter la mano entre su ropa y sacar su sobado tirante izquierdo, en el que llevaba prendida la enorme y reluciente chapa policial. Sin decir una palabra, ni dar una chupada a su semiapagado cigarrillo ideal, indefectiblemente pegado al labio inferior, siguió su camino como si conociera perfectamente dónde estaba el despacho de Paco, que se sorprendió de verlo allí a aquellas horas de la mañana.
Una vez sentados, le amplió el asunto con los detalles, pidiéndole encarecidamente su apoyo, aún a sabiendas que el otro, por la forma de entrecerrar los ojos, estaba ya tan interesado en la cuestión como él mismo.
—Amigo, nada oficial, la cosa hay que sustanciarla dentro de la Escuela, por la teoría de "la ropa sucia", la casa y esas cosas… Además, nadie mejor que tú, que eres de la asociación de Amigos de Charles Fort, que te escribes con los padres Pilón y González Quevedo, que tienes amistad con el padre Gago…, que sabes un montón de platillos volantes, de trucos y de fantasmas…, de cosas raras en general, vamos.
—Pues manos a la obra.—Dijo Cuervo, animándose a su manera. Paco sabía que aquellos ojos semientornados permanentemente, nunca perdían un detalle de nada. Ahora los ojos del inspector aparecían ligeramente más abiertos.
A poco el policía se había metido por copleto en el asunto, y allí estuvo prácticamente hasta la hora de comer. Subió y bajó escaleras, a su pesar, abrió puertas, se metió por recovecos que Paco ni siquiera sabía que existían, palpó y golpeó paredes, y al final se fue a hablar con unos y con otros por los pasillos, aulas, cafetería, talleres.
En tres horas había entrevistado, preguntado y repreguntado desde el director hasta el más novato de los conserjes, pasando por trabajadores de las chapuzas, señoras del servicio de limpieza, hasta llegar al regente de la cantina. Vamos, todos lo conocieron, y todos se dejaron conocer. Unos le abrieron su corazón como si fuera un confesor, mientras otros, más reticentes, fueron remisos en hablar, pero al final unos y otros hablaron, y hasta más de la cuenta, especialmente las mujeres, que nerviosas, y contando con permiso de la autoridad, hablaron de asuntos personales propios y ajenos.
Se enteró, queriendo o no, de chismes, dimes y diretes de unos y otros, “… y no sé de dónde saca el dinero para como viste…, —hablando de las la más joven y presentable—, además que es uña y carne de la Orosia, que mira esa…, tres hijos tiene sin padre…”, había dicho "la conserja", como la llamaban las otras. Claro que por la otra parte se aseguraba de ella, “que porque le hayan dado vivienda en la Escuela, se cree la dueña; eso sí, menudo chollo, con calefacción y todo gratis, bueno…, cuando la terminen; menudo enchufe. Ahora, será lo que sea, pero lo que dice la conserje del fantasma, es cierto. Nosotras hemos visto algo…, sombras…, algo raro… El conserje dice que no, pero lo que le pasa es que tiene tanto miedo, que ni siquiera quiere reconocerlo…, y además, hay ruidos raros, que huele a chamusquina muchas veces, o a huevos podridos…, y eso sin haber empezado los laboratorios de Química…, Le digo, que a veces, todo el edificio huele peor que a muerto”.
Ellos, dejaron entrever sus simpatías o antipatías, sus preferencias o rechazos a compañeros y alumnos, según criterios personales que nada tenían que ver con el asunto del fantasma, pero al final casi todos reconocieron que había algo raro. Alguno aportó lo de los ruidos inusitados donde nadie podía hacer ruido, otros hablaban de puertas abiertas en armarios que deberían haber estado cerrados, y en conjunto, una larga relación de hechos extraños, que sin ser asuntos exclusivamente de fantasmas, eran, al menos, sumamente sorprendentes, como la confesión del profesor de Química que, avergonzado dijo que tras contar una y otra vez el material de laboratorio, habían desaparecido varios paquetes aún sin desembalar. Si todavía no había dado cuenta de ello a nadie, era porque al principio lo dudaba, pero que tras puntear varias veces la relación de material recibido, ahora estaba convencido de que faltaba.
Cuervo guardaba todas estas cosas en su corazón, asentía, y callaba o deslizaba alguna frase suelta, que animaba a aflojar la lengua y a sincerarse con él, como si se tratase de un confesor afable y benévolo en las penitencias.
El conserje al final confesó, dejando miedos a un lado, que el fantasma no debía ser malévolo porque cantaba, y los que cantan suelen ser mansos y de buen corazón. ¿Que qué cantaba?, ¡ah!..., cosas de críos. En dos o tres ocasiones, que habían llegado un poco tarde por la noche, le habían oído cantar aquello que él se sabía de niño y que entonaba con bastante salero su propia su abuela:
Madrugaba el conde Olinos,
mañanita de San Juan,
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar.
Mientras el caballo bebe
se oye un hermoso cantar,
las aves que iban volando
se paraban a escuchar.
Bebe caballito, bebe,
Dios te me libre del mal,
de los vientos de la tierra
y de las furias del mar.
Desde las torres más altas
la reina le oyó cantar,
mira hija cómo canta
la sirena de la mar.
No es la sirenita, madre,
que esa tiene otro cantar
es la voz del Conde Olinos
que por mí penando está.
Si es la voz del Conde Olinos
yo le mandaré matar,
que para casar contigo
le falta sangre real.
No le mande matar madre,
no le mande usted matar,
que si mata al conde Olinos
a mí la muerte me da.
Guardias mandaba la reina
al conde Olinos buscar,
que le maten a lanzadas
y echen su cuerpo a la mar.
La infantina con gran pena
no cesaba de llorar,
él murió a la medianoche
y ella a los gallos cantar.
¡Vamos que el fantasma había salido cantarín! Sí, pero olía bastante mal. ¿Qué por dónde se oía? Por allá arriba, cerca de su casa, en la última planta. Era una voz de ultratumba, impresionante, especialmente en plena madrugada, con aquellas luces amarillentas de los pasillos. Era algo aterrador, que erizaba el cabello, cuando se llega a casa destemplado y soñoliento…
—¿Qué?, ¿cómo lo ves? –le dijo Paco cuando salió del despacho el último entrevistado.
—Muy grave, grave, no lo veo. Pero hay que ir con pies de plomo con estas cosas de los espíritus. Lo peor de todo es que ya ha llegado algún rumor a comisaría a través de un sereno.
—¿Quéee…? —Paco, había abierto los ojos con mezcla de asombro y espanto. Para él era más grave el hecho de que aquello trascendiera, que la propia existencia del fantasma.
—Bueno, no ha sido precisamente aquí, sino en la nave de al lado. Podría ser, como dicen los expertos en temas paranormales, un caso de contaminación.
—Dijo Cuervo elevando ligeramente los párpados de su posición normalmente caediza, mientras hacía un indeterminado ademán con las manos abotargadas, dejando a Paco con la sensación de no saber qué responder, puesto que no entendía si Cuervo estaba ironizando o hablaba en serio.
—Tú dirás.
—Esta mañana temprano, tras el dejar la tarea, Ceferino, el sereno de esta zona, se ha presentado en comisaría porque ha tenido un incidente a media noche en la nave lindante a la Escuela, que ya sabes que tiene una puerta carretera con una celosía en la parte alta, en la que faltan algunos cristales. El hombre, tras presentarse, no se decidía a contar el motivo de su presencia. Tal era su indecisión, que hubo que animarlo para que hablara, con un trago de orujo, que allí se custodia, para usos meramente terapéuticos, claro. El hombre tras dudar mucho, relató lleno de vergüenza mal contenida, que había estado en dicha puerta, con una joven que había requerido su ayuda, por un lapso de cuarto de hora, porque la subsodicha, afirmaba que una sombra le había chistado desde la celosía, y que aquella sombra y la voz que emitía eran de otro mundo. El Cefe, dijo haber oído ruidos a poco de llegar, que él, aunque aterrorizado, y por calmar a la joven, había propinado un par de chuzazos a la puerta, mientras soltaba unos cuantos improperios, pero que se había retirado de la puerta ante el horrible estruendo que tuvo como respuesta. Después, tras mandar a la chica a casa, y con la compañía de un colega, había permanecido un largo rato en el lugar, y no habiendo más incidencia, se había retirado.
—Me dejas de piedra. —Dijo Paco—Lo malo es que este asunto se nos puede ir de las manos y salir en la prensa, con lo perjudicial que puede ser para nuestra imagen.
—Calma, calma. El asundo de este fantasma menor, ya está resuelto, y su resolución ha sido sencilla. Casi no merece la pena hablar de ello, pues todo ha sido mero accidente.
Pacuá, o sea François, ese lector francés que habéis fichado hace quince días, y que da clase en el turno de noche, se quedó ayer encerrado en el centro, como buen novato, por no saber los usos y costumbres del lugar. Él se había fiado de don Fidelio, el profesor de Lengua, y hacía, más o menos lo que el otro, de manera que no tenía reparo en salir un poco tarde porque, y esto te lo digo en confianza, casi como secreto de confesión: don Fidelio tiene una llave de la puerta principal, y sale cuando quiere. El caso es que ayer dio la casualidad de que el conserje, al cerrar por la noche, lo hizo por fuera, y se fue a La Cistérniga, porque allí estaba toda la familia, en casa de la abuela que andaba pachucha. Y , ¿qué ocurrió? Pues que Pacuá, quedó encerrado en el centro, y no viendo otra escapatoria, saltó la valla del patio, y a través del contiguo, pasó al almacén de las puertas carreteras y, al no poder abrirlas tampoco desde dentro, optó por asomarse por la celosía de arriba, tras trepar como pudo, a oscuras, para pedir ayuda a los transeúntes. No se le ocurrión otra cosa que chistar a la primera persona que pasó por el lugar, que era la chica de autos, que salió despavorida dando gritos.
Ante la presencia del sereno con su gorra de plato y chuzo en mano, pensó que estaba salvado, pero, al contemplar cómo el otro arremetía con el pincho en ristre contra la puerta, dando berridos y golpes, se asustó, y más que bajar, se tiró de mala manera, yendo a parar sobre sobre una pila de maderas que se vinieron al suelo con gran estrépito, huyendo, arañado, raspado, asustado, soltando tacos y tropezando con mil trastos que había por medio, armando tal zafarrancho, que alarmó mucho más al ya asustado sereno.
El pobre Pacuá, se volvió a su departamento cansado y aburrido, dispuesto a dormir sobre una mesa, en ayunas y abatido. Habiendo oído lo del fantasma, y aunque nadie cree en esas cosas, basta estar en el ambiente para verlos y oírlos.
Él no los vio, pero sí los oyó. Al menos él oyó ruidos durante la noche, y aún sabiendo que las ánimas son etéreas y que el ectoplasma traspasa la materia, y habiendo atrancado bien la puerta, poniendo una barrera de pupitres, por si acaso les daba por querer pasar por allí, el tío no pegó un ojo en toda la noche. Se fue quedando un poco traspuesto, hasta que el ruido matutino lo trajo en sí. Luego, se recompuso un poco, y se deslizó por los pasillos hasta los servicios del profesorado, donde se lavó como pudo, antes de ir a clase sin afeitar, ojeroso y desaliñado, pose impropia de un profesor, y menos francés, pues ya sabes que los franceses, suelen ser un poco remilgados en esto del aliño... En lo tocante a las almas en pena, estoy seguro de que a partir de la fecha, se ha convertido en ferviente peticionario por las almas del purgatorio.
Tras aquella larga jornada, Cuervo declinó la invitación de almorzar que su amigo le hacía, y se marchó cavilando hacia su casa, sin esquivar Los Vizcaínos, el Mesón del Carro y el bar San Pablo, por eso de hacerse el encontradizo con algún colega, enterarse de las novedades y verificar, a la vez, si había variado la calidad del clarete de tales establecimientos, cosa que le preocupaba tanto, que todos los días hacía el semejante repaso.
La mañana suguiente el inspector tomó el teléfono nada más llegar al despacho, marcó el número de la Escuela Industrial para ponerse en contacto con su amigo Paco.
—Buenos días, Paco. ¿Puedes esperarme en tu despacho esta noche a las ventiuna cuarenta y cinco?
—Bueno, si no hay más remedio… —respondió el otro tras un carraspeo.
—Encárgate de pedir al cantinero unos taleguitos de harina.
Paco tardó un instante en responder. Sabía que, Cuervo, aunque no pasaba sed, aguantaba lo suyo y lo ajeno, y que aunque, a veces pareciera haber bebido hasta pasarse, por su aspecto y andares, nunca le hacía traspasar el umbral de algo tan difuso como es la sobriedad, pero en este caso no pudo por menos de preguntar.
—¿Unos taleguillos de harina?
—Sí hombre, harina. Dos o tres taleguillos. Ah, y dí a las señoras de la limpieza del turno de diurno que mañana no vayan hasta las diez.
Paco asintió y se dio por vencido. No quiso preguntar. Este hombre tiene estas cosas… Cada maestrillo tiene su librillo, y Cuervo no es maestrillo, sino maestro, y como tal lo tenían sus compañeros, incluso los más veteranos.
Cuando llegó la hora, allá se presentaron Cuervo y su sempiterno cigarrillo pegado al labio inferior. Tras los saludos de rigor se apoltronó en una butaca que le ofreció su amigo, y dijo.
—Ya veo que no te has olvidado de la harina. Ahora esperaremos aquí hasta que salga todo el mundo.
Al cabo de veinte minutos se oyeron unos golpes en la puerta y apareció el conserje:
—Buenas noches. ¿Manda usted algo don Francisco?
Ante un gesto de Cuervo, Paco dijo:
—No gracias. Cierre, y súbase a casa. Cuando nos vayamos nosotros, ya nos encargaremos de apagar las luces en el cuadro general y volver a cerrar.
—Lo que usted mande.
Tras volver a darle las gracias y hacerle un gesto, para que se retirara tranquilo a su vivienda de la segunda planta, permanecieron otros cinco minutos allí, tiempo que Cuervo empleó en abrir uno de los paquetes.
—Bueno, Paco. Lleva tú esos otros dos. Vamos a esparcir harina por el suelo de la Escuela.
—Ah… —Respondió el otro sorprendido.
—Cierra el despacho, que aquí ya no volvemos hasta mañana tempranito, antes de que se abra el centro.
—Bueno, bueno.
Empezaron a esparcir harina por los pasillos y escaleras tal como fue indicando Cuervo, de modo que en media hora habían terminado su tarea y estaban enharinados hasta los pelos.
—Jo, cómo estás, pareces un panadero. –—Dijo Paco cuando salían.
—Pues tú no te has visto. A mí mi mujer no me va a decir nada, porque buen cuidado he tenido en no casarme, pero tú… Ya verás como te pone Amparito. Además, le digas lo que le digas, no te va a creer…, así que ya pueden inventarte un cuento fantástico, que para estos casos es lo mejor.
Cuando a la mañana siguiente se encontraron, Paco estaba limpio y reluciente como un pincel nuevo, Cuervo, por el contrario, además de su desaliño normal, aún tenía restos de harina por la gabardina, que su madre, a pesar de mimarlo como a un niño, no había conseguido distinguir a través de sus cataratas, y que el jefe de estudios, sí que pudo apreciar, a pesar de que aún no había amanecido.
Paco le sacudió un poco la gabardina antes de abrir la puerta y penetraron con contenida emoción para ver el resultado de su trabajo. Dando todas las luces del Centro
—¡Ajá! –dijo Paco, —Mira estas pisadas que conducen a la calle.
—Veamos, con detenimiento. No cantes victoria tan pronto. —Respondió el policia, un poco escéptico.—Me extraña que sean de salida tan sólo. Además, me parece que sé de quién son. Y tal personaje no tiene pinta de dedicarse a saquear la cantina.
—¿De quién crees que son?
—De don Fidelio, que tiene un dedo martillo en el pie derecho, y pisa de una manera peculiar. El enorme zapato que usa nos confirmará la sospecha, si fuera menester verificarlo, pues teniendo los zapatos debajo de la mesa, y estando en zapatillas en la clase, fácil es comprobarlo.
—¿En zapatillas…, durante la clase?
—Sí, hombre, sí. Por eso tardó en levantarse, cuando llegamos a su aula. Y de ahí su azoramiento, aunque es un genio calzándose, sin ver los zapatos y ni pestañear. Pero dejemos eso, y sigamos.
Al llegar a las escaleras que iban a la segunda planta, pudieron contemplar nítidamente unas pisadas en doble sentido. Verificaron que las citadas huellas bajaban a la planta sótano y a la cantina, que estaba cerrada, por lo que volvieron sobre sus pasos y siguieron hacia la segunda planta.
En el rellano intermedio tuvieron que parar un momento para tomar aire. Dos voladizos de escaleras, con aquella contrahuella tan alta, era demasiado para Cuervo.
—¿El conserje? ¡No puede ser! –Decía Paco en voz baja.
—Y no lo es… —dijo Cuervo, con voz entrecortada— El pie es demasiado pequeño para un exguardia civil, y no es de mujer, evidentemente. Además, es curioso, lleva zapatillas muy usadas, y el dedo meñique va tocando el suelo. Este fantasma tiene las zapatillas rotas. Es un fantasma bastante necesitado, no tiene categoría para levitar, que es lo propio, y además tiene las zapatillas agujereadas. Mira, desaparecen tras esa puerta.
—Eso es un cuartucho donde guardamos algunas herramientas viejas y algunos enseres que nos da pena tirar. En el proyecto era el cuarto de proyección de la cámara de cine que nunca hubo, al no construirse el salón de actos tras este muro. Al otro lado ya está el patio, que era donde se tenía que haber construído el salón.
—Esa puerta se puede abrir, claro…, –dijo Cuervo, —porque si ese fantasma se ha molestado en pasar por la puerta es que su ectoplasma es tan denso como el nuestro.
A poco, tras bajar el jefe de estudios por la llave correspondiente, que estaba colgada, ¡oh sorpresa!, en el cuadro de llaves de la conserjería. Después de abrir sin hacer ruido, penetraron en el cuartucho, y dieron la luz. Casi no se podía entrar. Realmente era una especie de pasillo de poco más de metro y medio, lleno de archiperres amontonados. Apenas había un mínimo paso en el que se marcaban cuatro o cinco pisadas hacia el fondo, que estaba ocupado por un robusto armario de madera, bastante rústico, de un color indefinido.
—¡Vaya, vaya..! –Susurró Cuervo a su compañero, mientras abría el armario y veía que estaba vacío, salvo un par de rimeros de libros amontonados a la derecha.
Cuervo palpó…, siguió palpando…, hasta que corrió parte del panel del fondo y descubrió una puerta, que empujó con sigilo. La puerta cedió sin dificultad ni ruido, como si sus visagras estuvieran perfectamente engrasadas. Esperó un rato. Al otro lado, casi a oscuras, adivinó el resplandor de un par de hornillos eléctricos, con algo que borboteaba sobre ellos y percibió, también, la respiración ritmica y sonora de alguien que debía dormir plácidamente.
Sacó su linterna, y después de dos o tres intentos consiguió encenderla para inspecionar el lugar. Tras él venía Paco, que haciendo acopio de valor, no tanto por miedo como por el reparo de afrontar el tufillo indefinido que invadía todo. Al fin y al cabo, el otro era el policía, aunque recordó para su pesar, que este nunca llevaba armas.
Era una habitación bastante espaciosa llena de cosas raras. Algo así como lo que los modernos llaman, no sé por qué, un loft, todo en uno. En el rincón de la derecha, en una yacija, un tipo, barbudo y desarrapado dormía plácidamente, soñando, seguramente, que alguien había entrado en su reino. Una especie de fogón hecho con una magnífica mesa de nogal, reluciente por la grasilla de años, mantenía los dos hornillos de marras. El primero tenía una lata de escabeche, a modo de pote, con unas judías hirviendo, mientras que en el otro había un matraz del que salía un serpentín que destilaba un líquido rojo en una probeta. Un ventanuco abierto, a una altura de dos metros, más o menos, dejaba adivinar los rosas de un espléndido amanecer.
Cuervo fue pasando el foco luminoso de la linterna por cada rincón el recinto, deteniéndose en algunos objetos: un manojo de llaves, unas fotografías donde aparecían una mujer joven vestida de luto, acompañada por otras tres fotografías de niños. Había varios armarios con un surtido desordenado de libros y objetos variadísimos. Cuervo pudo observar que algunos libros eran bastante antiguos, otros simplemente viejos y manoseados.
Por todo el recinto se repartía una verdadera exposición de aparatos de laboratorio de Química, una panoplia de herramientas variadas y útiles extraños…, bueno, un sinfín de artilugios, entre los que había un libro abierto, astroso y lleno de mugre, el Liber Mutus, en una traducción española, y en el rincón derecho un fregadero artesanal con su arcaico grifo y desagüe en forma de gran embudo, donde se podía adividar la habilidad de unas manos maestras, aprovechando material reciclado.
Por fin, Cuervo se acercó al durmiente, que seguía en su plácida pose, ajeno a la intrusión y, para sorpresa de Paco comenzó a canturrear aquello de: “Madrugaba el conde Olinos, mañanita de San Juan, a dar agua…”, mientras enfocaba con la linterna la cara del yacente, que se movió, ligeramente, hizo al principio un gesto de satisfacción, para luego incorporarse sobresaltado, emitiendo un grito de asombro.
—Buenos días Honorio, —dijo Cuervo—. Ya es hora de despertar, y de salir a la luz.
La luz de la alborada comenzaba a colorear el escaso rectángulo de cielo que se contemplaba a través del ventanuco. Honorio, hombre perspicaz, entendió el doble sentido de la frase. Se incorporó tartamudeando, intentando articular alguna explicación, pero se dio cuenta de que las explicaciones deberían ser tan prolijas, que optó por callar y dejarse llevar. Eran muchos años esperando este día. Había imaginado aquel momento de mil maneras, y aunque no hubiera acertado en la forma, siempre supo que, indefectiblemente, sucedería.
Paco asistía asombrado a la escena, no comprendía muy bien la situación, aunque fue capaz de reaccionar, y viendo un interruptor cercano, encendió la luz, para percatarse mejor de la situación. A la mortecina luz de la única lámpara pudo apreciar el deplorable aspecto de aquel demacrado hombre, envuelto en harapos, que se había incorporado al lado de Cuervo. Las greñas casi le cubrían los hombros, juntándose con una barba que parecía de una vida entera. Las manos temblorosas parecían querer cubrir, inútilmente, su propia incuria.
—Paco, ¿podrías avisar a Orosia para que venga? Aquí tienes a su marido, el padre de esos hijos que la pobre inscribió como de padre desconocido, por temor a que lo descubrieran, —luego, al momento, añadió— ah, habrá que traer medios para asear a este hombre. No va salir de aquí de esta guisa. Por cierto, te ruego que no comuniques esto a nadie más que al director, pidiéndole la natural reserva, porque debemos hacer la evacuación de Honorio de forma discreta. Mejor, cuando haya anochecido.
Honorio, torció el gesto aún más si cabe, imaginando que había llegado su última hora.
—No hombre, no piense usted eso ni por un momento. Tendré que llevarlo a comisaría pero no tema, porque seguramente mañana, o lo más tarde, pasado, esté usted en casa con su familia.
Aquel día fue bastante largo e ilustrativo para Cuervo, puesto que después de asearse como pudo el bueno de Honorio, con la colaboración de su mujer, el inspector permaneció todo el tiempo en aquel antro, compartiendo y departiendo. Compartieron el guiso, que terminó de cocer sobre el infiernillo, y si no estaba delicioso, porque a gusto del policía, adolecía de laurel, un pelllizco de orégano y otro de albahaca, el guiso tampoco era para hacerle ascos. No, no estaba del todo mal, y claro, con el coñac que Cuervo llevaba en su botellín de petaca en la pistolera, no maridaba muy bien, pero la deficiencia en especias y falta de maridaje, no fue óbice para acabar con uno y otro.
Departieron sobre la falsa división de La Gran Obra, como Alquima Operativa y Filosófica, pues toda era la misma, y sin admitir división, aunque sí diversas fases simbólicas en ambas, desde la purgación hasta la proyección.
Cuervo se dio cuenta de que El Conde Olinos no tenía secretos para Honorio, que como buen alquimista, jinete de la Cábala, había bebido durante años en sus aguas sin límite. Era diligente y había comenzado la Obra de madrugada, con día y fuego propicio, e iba a atender los pasos de la Obra con cuidados exquisitos, protegiendola de los aires de la tierra, y su oxidación, o de las furias de ese mar borboteante en la vasija. Pero no, hoy no podían estar allí, ni tan siquiera hasta media noche, así que mucho menos hasta el último gallo cantar.
Cuervo le contó cómo había sido requerido, y cómo había estudiado los datos que tenía a su alcance en Comisaría de todas las personas relacionadas con el lugar, y entre ellos, los de Orosia, sabiendo de sus circunstancias, conociendo su desaparición poco antes de terminar la guerra. Le contó que había estudiado su ficha, en la que, por cierto, no figuraba nada digno de ser reseñado: hijo de un técnico de los talleres de los Ferrocarriles del Norte, había estudiado en los jesuitas, e incluso cursado algunos estudios para clérigo de la orden en Madrid. Luego, al abandonar aquellos estudios, hizo el servicio militar y empezó a trabajar en los talleres del diario “Pueblo”, se había casado un poco antes del comienzo de la guerra, y punto. Eso era todo.
—Sin tener causa pendiente con la justicia, no entiendo su situación. A no ser que sea usted un sádico asesino, y que no sepamos nada de sus fechorías…, pero tal cosa no es concebible, pues quien se dedica a la Obra tiene que tener sal, azufre y mercurio, es decir: cuerpo, alma y espíritu, puros… ¡Ah! Mirándolo bien…, si yo hubiera tenido la oportunidad de retirarme del mundo para dedicarme a la Obra, quizá la hubiera aprovechado. A veces me he imaginado en la botica de un monasterio, dedicado al único oficio que merece la pena; pero claro, en su vida, en la mía y en la de todos, las circunstancias van encarrilando nuestra existencia, y a medida que pasan los años, el paso de carril es más estrecho.
Como había pronosticado Cuervo, así fue: Honorio durmió en la casa familiar aquel mismo día tras presentarse ante un en el juzgado bajo el patrocinio de Cuervo.
—¡Bueno, bueno, váyase a casa con su familia. Ya iremos arreglando papeles la próxima semana.— Había dicho el comprensivo juez después de un largo interrogatorio, más por curiosidad humana que procesal.— ¡Bastantes años ha estado lejos de su familia. Ya va siendo hora de que haga vida normal!
Durante unos días el asunto fue la comidilla local, e incluso aparecieron artículos en El Norte de Castilla, Diario Regional y Libertad, glosando el caso con cierto detalle. No era el único hecho de tal naturaleza por aquellos años, y la prensa lo comparaba con otros parecidos acontecidos en diversas localidades. Los periodistas del momento encontraron un adjetivo, que tuvo éxito, para tratar el caso de aquellas personas: los denominaban topos. Hombres escondidos en huras y bodegas, personas emparedadas, que a veces, llevaban años sin ver la luz del sol, y que, de repente, resucitaban a la vida civil de improviso, cuando se les tenía por muertos a causa de la guerra.
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Con el paso del tiempo Honorio, hombre trabajador e ingenioso, se dedicó a la elaboración de perfumes, aprovechando sus conocimientos de química práctica. Pronto llegó a tener un negocio rentable, que le sirvió para vivir muy dignamente, sacando adelante a su familia.
Cuervo lo visitaba cada que vez que podía, departían arrobados sobre tema del Arte Hermético, y hacían pinitos, horas y horas, allí encerrados, con sus prácticas espagiritas.
Orosia al principio procuraba escuchar sus conversaciones detrás de la puerta aplicando con asiduidad la oreja, pero tras intentar saber de qué hablaban, a pesar de tenía buen oído, y al darse cuenta de que no entendía nada, dejó de interesarse en el asunto. Claro, no es extraño, pensaba ella, con un marido, tanto tiempo encerrado, y con un amigo tan raro como él, no podían por menos de decir cosas tales como: “…solve et coagula, solve et coagula, …es como dices un principio universal…, una labor incesante, incansable para el buen alquimista…”, y otras frases de trastornados como que un tal Sócrates afirmaba que “la filosofía es entrenamiento para la muerte, una purificación o separación del alma del cuerpo, de lo que es puro de aquello que es impuro”…, vamos, chaladuras.
Ella por entonces, pudiendo tener una muchacha que le ayudara en casa, no podía dejar sus hábitos de limpia que te limpia, y la casa, que era grande, le venía pequeña en esa tarea. Con el tiempo, y a medida de que los chicos fueron creciendo, se dedicó a la telenovela, y se hizo especialista en el tema, oyendo y casi aprendiendo de memoria, pues la tenía buena, todas las obras de Guillermo Sautier Casaseca.